viernes, 3 de abril de 2009

De donaciones y otros tesoros

Toda sociedad deja en manos de otros las decisiones difíciles de tomar, las que no gustan a nadie. El verdugo es esa persona que lleva a cabo las ejecuciones que otros dictan al tiempo que apartan sus limpias manos de la mácula de la sangre. Algo menos escabroso pero con la misma jerarquía de decisión y actuación pasa cuando alguien decide deshacerse de los libros que guarda en casa por cuestiones de espacio. Frecuentemente vemos cómo llegan a las bibliotecas personas que dejan en manos de los bibliotecarios la decisión (frecuentemente muy fácil de tomar) de destruir esas obras porque ellas sinten como una carga moral el hacerlo directamente. Otras, sin embargo, ceden sus obras como tesoros cuya destrucción sería un delito de lesa humanidad y reclaman para ese fondo documental una protección carente, a menudo, de rigor bibliográfico o cultural.

Todo parte del carácter que el imaginario popular ha dado a los libros y del que yo comparto sólo algunos aspectos. Es cierto que durante siglos los libros, sobre todo antes de la aparición de la imprenta, fueron los únicos garantes de derechos tanto privados como públicos y el medio en el que quedaba recogida la cultura en su más amplio sentido. Esos libros solían ser piezas únicas tan sólo reproducidas mediante copias más o men os acertadas. No obstante, la mecanización de los procesos de producción de esas obras (y no voy a hablar de la calidad de los contenidos) han llevado, a mi entender, a considerarlos, salvo raras excepciones, bienes o productos de consumo y, por tanto, con una vida útil que varía dependiendo de la obra y que se puede determinar por estudios bibliométricos de obsolescencia documental.

A este último aspecto se pueden añadir algunas exigencias reglamentarias como la obligación de todo bibliotecario de preservar todas aquellas obras anteriores a la entrada en vigor en nuestro país del Depósito Legal (allá por 1956, si no recuerdo mal). Pero al margen de normativas legales y del más estricto sentido común bibliográfico, los libros, pese a quien pese, tienen un ciclo de vida al fin del cual muchos acaban en plantas de reciclaje de papel. Este es un aspecto que debemos todos entender porque hay una diferencia sustancial entre una edición princeps de Madame Bovary y la 13ª reimpresión en rústica de Angeles y demonios.

Hay conceptos difíciles de cambiar pero que nadie dude de que los primeros amantes de los libros son los bibliotecarios. Otra cosa es la gestión que las administraciones hacen de los expurgos.

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